Por aquel tiempo, apenas se empezaban a remontar los primeros años de la década de los cincuenta.
Ese día había mucha actividad en el puertecito de Mal País, fondeadero de gran colorido situado a la vueltica, hacia el noroeste del legendario Cabo Blanco, punto de referencia muy conocido incluso internacionalmente.
Este Cabo es el sitio en el que la Península de Nicoya, del litoral del Pacífico costarricense, se introduce como una cuña en el océano, formando un espectacular promontorio.
Desde esas alturas, se puede admirar en toda su magnificencia la fulgurante grandiosidad del mar Pacífico.
Muy cerca, hacia el sur, está una pequeña isla que también lleva el nombre de Cabo Blanco, en donde hay un histórico faro y en donde revolotean miles de aves que anidan en sus peñascos.
Moviéndose un poco por entre el espeso bosque de las alturas edénicas de Cabo Blanco, fijando la vista hacia el noreste, se puede contemplar en todo su esplendor, el inicio del Golfo de Nicoya, una de las sorprendentes maravillas de este planeta.
Inmerso en la grandiosidad de estos soberbios panoramas, ahí nomasito, a la vuelta de Cabo Blanco, a muy poca distancia hacia el noreste, se encuentra el singular puertecito de Mal País, con su variopinta población procedente de los cuatro puntos cardinales.
Vuelos en picada de pelícanos, chillidos y vuelos rasantes de gaviotas, elegantes acrobacias de tijeretas y gritos y más gritos de marinos que batallan por atilintar y amarrar al tronco de un almendro de la playa, un mecate de gran longitud y sorprendente grosor.
El otro extremo de la descomunal cuerda, está amarrado a un poste o a una clavija de la cubierta de una lancha anclada a unos 150 metros mar adentro.
“La Gaviota” era el nombre de aquella embarcación que las olas mecían en la bahía, de aguas que parecían de esmeraldas derretidas.
Marinos y boyeros por fin habían anclado al árbol de la playa, la punta del larguísimo mecate que se tensaba y aflojaba, según los tumbos que estremecían la lancha maderera.
Por aquellos días, empresas madereras le tenían el ojo puesto a las zonas costeras del Pacífico costarricense, en donde abundaban espesas selvas, con gigantescos árboles que podían superar a las maderas más finas del mundo.
Razón por la cual, de vez en cuando llegaban a Mal País, embarcaciones madereras a cargar las tucas que posteriormente serían llevadas a las ciudades del área central del país y a otras lejanas regiones, en donde expertos ebanistas y diestros artesanos, convertirían las preciosas maderas en lujosos muebles y espléndidas residencias, que engalanarán diferentes lugares de distintos continentes.
Por eso era la intensa actividad que se percibía en aquel hermoso rincón de la geografía nacional.
Llamaba mucho la atención el corre corre de marinos, boyeros y otros que participaban en la peligrosa labor.
Unos llevaban en cureñas jaladas por bueyes, las tucas hasta la playa.
Otros con otras yuntas de bueyes, trataban de superar el fuerte oleaje y llevar las tucas hasta donde flotaran.
Mar adentro algunos marinos luchaban contra las olas y se esforzaban por juntar las tucas y formar las balsas, que facilitarían llevar los troncos labrados hasta la lancha.
Los gritos no cesaban:-“Vamos bueyes pendejos, no le tengan miedo al mar.
¡Si nos ahogamos, nos morimos juntos!”-“Diay Anselmo ¡no deje que el mar se lleve esa tuca! Si le tiene miedo a los tiburones, mejor dedíquese a otra cosa!”Lorenzo el marino más experimentado y temerario de la tripulación de La Gaviota, con solvencia había pasado por todos los oficios de la marinería.
Nadaba con la agilidad de un delfín.
Buceaba a puro pulmón.
No se doblegaba ante el peligro y por añadidura, tenía voz de trueno que sometía los rugidos del mar.
A pesar de que hablaba y escribía varios idiomas, nunca aceptó puestos de mando.
Así como tenía muchas cualidades, no le faltaban defectos: le atraían mucho los desafíos, era muy terco y además, lo rodeaba una aureola de misterio.
Nunca mencionó su pasado ni su lugar de origen.
Aunque su piel era blanca y tostada por el sol; lucía el pelo alborotado y la barba descuidada.
Todo, pelo y barba, de un negro intenso, igual que sus ojos.
En aquellos momentos, fiel a su manera de ser, participó con gran energía y audacia, en todas las labores del acarreo y de meter y de poner a flotar los troncos labrados en el mar.
También fue el primero que se trepó en el primer apiñamiento de tucas y valiéndose de sus propias fuerzas, impulsándose con el mecate tendido entre la lancha y el árbol de la playa, con gran esfuerzo y con algunas ampollas en las palmas de sus callosas manos, logró llevar las inmensas tucas al pie de La Gaviota.
Ahí con el peligro del fuerte oleaje, ayudó a los marinos que con ganchos especiales y un “wincher” subían y acomodaban los troncos en la lancha.
Lorenzo, inesperadamente, se despidió de los tripulantes que estaban en la embarcación:-“Bueno compañeros, para mí terminó la vida de marinero.
Con lo que me debe el patrón, vayan a Puntarenas, al Taicaré y se emborrachan recordando las aventuras que vivimos juntos.
A las muchachas que alegran ese salón de baile, díganles que no me olviden.
”Dicho lo anterior, se lanzó sobre la borda de la cubierta, con elegancia se zambulló en las aguas encabritadas del océano y cinco minutos después, salió muy cerca de donde revientan las olas en la playa.
Con gritos y aplausos los presentes reconocieron aquella nueva hazaña del nauta Lorenzo.
Ya en tierra firme, se despidió sin mucho preámbulo de los otros compañeros y se fue a la casa de don Manuel.
Don Manuel, casado con la bondadosa Monchita, tenía muy mal carácter.
“De pocas pulgas” decían en el lugar.
En su finca cultivaba granos y tenía repastos para su ganado vacuno y caballar.
Al llegar Lorenzo a la vivienda de don Manuel, éste lo invitó a almorzar con la familia.
En aquel hogar se daba la singularidad de que estaba formado por siete hijas y ningún varón entre la descendencia y todas tenían nombres de flores.
De mayor a menor: Azálea, Azucena, Lirio, Verolís, Dalia, Guaria y Lila.
Con tantas muchachas, el bullicio y las risas eran inevitables.
Pero eso no perturbó a Lorenzo, quien empezó a hablar:-“Don Manuel, vine a hablar con usted por dos razones: la primera es solicitarle que me alquile la vivienda que tiene desocupada aquí cerca en su misma finca y la segunda razón es que tengo la intención de casarme con Azálea, su hija mayor”.
La sorpresa de la gente de aquella casa fue total.
Con los ojos muy abiertos, don Manuel, primero volvió a ver a su esposa Monchita y después a su hija Azálea.
El silencio era general.
Lorenzo añadió algunas palabras:-“Le aclaro que a su hija Azálea, yo nunca le he hablado.
Solo la he visto montada en su chúcaro caballo pinto arreando el ganado y he visto la valentía con que realiza otras labores”.
-“Yo me retiré de la vida de marino y me voy a establecer aquí, en tierra firme, en donde quiero fundar un hogar y pienso que Azálea sería la esposa ideal”.
La expresión de los rostros se suavizó y por fin don Manuel habló:-“Bueno, Lorenzo, yo lo que he visto es que usted es un trabajador muy leal y muy esforzado y me gusta que no se ande por las ramas, pero Azálea es muy independiente y de muy mal genio; les sugiero que se traten un tiempo y que sea lo que Dios quiera”.
Con el tiempo, todo salió viento en popa.
Lorenzo compró una finca junto a las áreas selváticas de Cabo Blanco.
Conforme a una tradición arraigada en Mal País, con la ayuda de varios vecinos que trabajaron voluntariamente, Lorenzo construyó una pintoresca vivienda en su propiedad, contiguo a una quebrada de aguas cristalinas.
Con gran tenacidad cultivó arroz, frijoles, maíz, caña, plátanos, bananos y otros productos comestibles.
Engalanó el frente de la vivienda con palmeras, hojasén, malinche, hilán-hilán y otras plantas ornamentales.
Cuando Lorenzo unió su vida con la de Azálea y la llevó a su coqueta vivienda, era sorprendente lo acogedor de aquel rincón malpaiseño.
En el frente de la vivienda, el matrimonio colocó bellas orquídeas en un corredor muy espacioso, con bancas en donde se admiraba la preciosa bahía.
Esa pareja fue bendecida con el nacimiento de un retoño: el fogoso Bembelito.
Lorenzo tenía como pasatiempo la pesca con cuerda.
Por encargo suyo, los hábiles artesanos malpaiseños, don Cirilo y don José, construyeron en una sola pieza, del tronco de un corpulento espavel, un bote grande de muy atractivo jaspe, hermosas líneas y excelente estabilidad.
Entusiasmado por la bella embarcación, a un lado de la proa le puso el nombre de “Azálea” y al otro lado del frente, el nombre de “Bembelito”.
Acostumbraba llevar en el bote de paseo a su familia a diferentes lugares cercanos.
Una tarde trataron de convencer a Lorenzo de que no se hiciera a la mar.
En el horizonte se veían nubes muy oscuras con muchos relámpagos y truenos.
Él dijo que sólo pescaba una corvina y regresaba de inmediato.
El lugar pronto se oscureció y la tormenta llegó con fuertes vientos y rayería, derribando viviendas y árboles.
Pero sólo una vida desapareció del poblado.
El indomable Lorenzo se desvaneció en la tormenta y nunca se volvió a saber de él.
Azálea y Bembelito sufrieron mucho por el doloroso acontecimiento.
Su familia les ayudó a reconstruir su vivienda, que había quedado muy dañada con la tormenta.
Sus ahorros se le fueron en pagar expediciones que buscaran a su marido en diferentes lugares.
El deterioro económico de aquel hogar fue gradual pero imparable.
Azálea no lograba superar su desánimo.
En esas circunstancias, necesitó conseguir trabajo en una casa de gente pudiente, mientras Bembelito atendía los cultivos y los oficios de la vivienda.
Azálea le dejaba preparado el almuerzo y le cocinaba en la noche la cena.
Bembelito no descuidó sus estudios y sacaba tiempo para sus correrías y travesuras.
Se metía a los matorrales a ver el bullicioso canto y baile de los toledos saltarines.
Atrapaba grillos y mariposas multicolores.
Recolectaba los dulces gusanitos de los gigantescos espaveles.
Lograba subir a los cocoteros, en busca de las pipas y su dulce agua.
En la finca admiraba el sonido metálico de los majafierros, el potente grito del guaco, el tac, tac, tac de los carpinteros copete rojo y las veloces zambullidas del martín pescador.
Logró llenar los arbustos cercanos a su vivienda, de las diminutas arañitas tejedoras, de caparazón duro terminado en puntas, cada una de diferente color: rojo, amarillo, azul, verde, blanco y naranja.
Logró criar una pequeña lapa de resplandecientes plumas rojas, azules y amarillas, que una vez que se desarrolló, siempre regresaba a revolotear dentro de la casa.
Cuando la marea bajaba, iba a ver a los peces y pulpitos que quedaban en las cavidades de las rocas en la playa.
Fue así como se encontró un pececito de un intenso color azul, que fácilmente atrapó y llevó a una pila en una roca de la quebrada cercana a su vivienda.
El pececito nadó desesperado alrededor de la pila, sin encontrar la salida.
Rápidamente se deterioró la condición del pequeño pez, hasta quedar sin movimiento.
Bembelito corrió hacia la playa y puso al pez en el agua de mar.
Lentamente el agua salada revivió a la pequeña criatura.
Entonces, lo llevó y lo soltó frente a la roca en donde él lo había atrapado.
La mañana siguiente, antes de ir a la escuela, pasó por la playa pensando que tal vez podría ver la pequeña criatura marina.
Se llevó la gran sorpresa de ver al pequeño pez nadando en círculos y saltando para llamar la atención del niño, quien en el mismo lugar encontró una esferita de un rojo muy brillante.
Al otro día, junto a donde el pez zigzagueaba, encontró otra esferita de un azul resplandeciente.
La tercera mañana, Bembelito vio cuando el pececito azul llegó con una esferita de un verde centelleante.
Y así sucesivamente, cada mañana el juguetón pececito azul le traía al niño unas bonitas bolitas con las que él jugaba.
Al principio Azálea se alarmó mucho al encontrar a Bembelito jugando con aquellas bolitas y piedrecitas primorosamente labradas.
Pero más se enojó cuando el niño le contó la fantástica historia de que un pececito azul le había traído las esferitas y piedrecitas de colores.
Tanto le insistió Bembelito a su mamá, para que lo acompañara a la playa, que fue con él, más por el temor de que su hijo estuviera perdiendo el juicio.
Pero de pronto, apareció el pececito azul, saltando y trazando con sus movimientos círculos en las aguas superficiales.
Esta vez, el pequeño pez les dejó en la arena de la playa, dos piedrecitas de colores.
La madre percibió de inmediato, que Bembelito había dado, por ayudar al pez, con un tesoro de incalculable valor de piedras preciosas.
En la primera lancha que llegó, madre e hijo viajaron a Puntarenas y llevaron las preciosas piedrecitas a donde un alto funcionario del Banco Nacional, quien había sido muy amigo de Lorenzo, el esposo desaparecido.
La sorpresa del funcionario fue indescriptible.
Pronto llamó a expertos que indicaron que aquel tesoro de esmeraldas, rubíes, diamantes, zafiros y otras piedras preciosas eran sin duda, de un galeón hundido en Cabo Blanco.
De ahí en adelante la vida cambió para Azálea y Bembelito.
Ayudaron a mucha gente necesitada y pagaron a hacer una maravillosa construcción con parte sobre las aguas del mar en marea alta, así el pececito azul siempre llegaba a visitarlos.
Con el tiempo, esta familia se fue del lugar, pero ahí en la playa de Mal País están las ruinas de la mansión de Azálea y Bembelito.
Pero no se extrañen de esto.
Mal País es un lugar tan especial, que una muchacha andaba en el cuello guindando como un dije, una moneda china de la dinastía Han, que gobernó el celeste imperio, del siglo segundo antes de Cristo, al siglo segundo después de Cristo.
Esta moneda fue encontrada en una vasija extraída del cementerio indígena, que desde épocas precolombinas existe en Mal País.